Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

Desde el día 3 ha pasado poco tiempo pero se han acumulado los testimonios de condolencia y reconocimiento hacia quien nos ha dejado.

Por ejemplo, Francisco Sosa Wagner, “Oración fúnebre por Alejandro Nieto, nuestro maestro”, en ABC y otros periódicos de Vocento, que empezaba con unas palabras que, incluso descontando el tono exagerado y zalamero de los obituarios, resultan literalmente insólitas:

“Escribió con autoridad sobre derecho, sobre historia, sobre casi todo lo importante que pasaba en el mundo. Con pluma galana y sobre todo con pluma crítica, ácida a veces, pasándolo todo por el cedazo de su excepcional inteligencia, rumiando mucho lo que iba a poner por escrito y diciendo al cabo lo que pensaba, sin componendas ni artimañas que engañaran al lector. Prosa limpia, prosa cuidada y prosa combativa”.

Más aún:

“Tenía en el cuerpo, como sucede con todos los grandes, una cantidad inextinguible de broma. Contaba sucedidos con gracia burlesca que él adornaba con detalles nuevos en cada ocasión produciendo un regocijo aplaudidor en quienes la escuchaban. Más que describir lances y personajes, los tallaba con el verbo de sus frases hilarantes. Hay muchos tipos de humor, el de Alejandro Nieto era un humor estilizado por el adjetivo y la certeza expresiva, un humor salpimentado por sus imágenes casuísticas y su verso libre de mordaz conversador”.

Y es que de él puede decirse que tan singular como su obra escrita era su propia personalidad: sus atributos, si se quiere emplear esa palabra.

Julio González, por su lado, escribió el mismo día 3 unas primeras notas en su blog, Global Politics and Law, y luego en El país (edición en papel del sábado 7): “Alejandro Nieto, se va un maestro”. Con términos, una vez más, rendidos:

“Su sentido crítico del conocimiento nos ha obligado a sus discípulos a dar siempre un paso más, a cuestionar mitos sin sustrato actual y a analizar los argumentos en función de su valor y no de quien lo exponía”.

Para concluir declarando que era

“un maestro de cómo investigar, de cómo cuestionar y de cómo resolver los problemas. Y que tenía, sobre todo en los últimos años, un punto central de preocupación en el Derecho practicado, esto es, alejar la distancia del derecho a la realidad”.

Silvia del Saz también echó su cuarto a espadas –“Alejandro Nieto, in memoriam”, en El español para manifestar su admiración hacia una persona que era de los que

“entran por primera vez donde nadie había entrado antes, los que viven en una dimensión inaccesible a los demás, de quienes les separa una diferencia cualitativa”.

Para añadir:

“Esa forma tan descarnada de analizar la realidad, sin filtros que ayuden a disfrazarla o sin pastillas que faciliten su digestión, hizo de él un verdadero genio. Y me refiero a la realidad de la administración, del derecho, de la sociedad, de las institucionales, pero también de su propia vida”.

No podía faltar Francesc de Carreras, vecino de la Autónoma de Barcelona en los años setenta y luego colega de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. En “Alejandro Nieto: jurista e intelectual ejemplar”, de The objective, explica que

“fue sobre todo un jurista, así lo demuestran (…) sus numerosísimas publicaciones. Pero como su actitud ante la vida era de curioso impertinente por todo, también un sabio en otras materias, especialmente en historia del siglo XIX, pero también en pensamiento (ahí está su grueso volumen sobre La burocracia) o en cuestiones del momento que le provocaban malestar al no encontrarse representado por el mainstream dominante: tanto sus libros La organización del desgobierno (1984) como Corrupción en la España democrática (1993) fueron a contracorriente de la mayoría en el momento de ser escritos, pero iniciaron tendencias doctrinales que han sido después fuente de inspiración para quienes han seguido tratando estos temas”.

Para concluir, de nuevo, con una exposición de las que eran sus hechuras:

“en su actitud ante la vida era una persona de una independencia radical de criterio, de una insobornable honestidad intelectual, un universitario pleno y ejemplar, con desapego a los honores, al poder y al dinero, un trabajador infatigable hasta el final de su vida”.

Ahora bien:

“también era un sentimental reprimido, quería que le quisieran”.

El mundo de la judicatura -la judicatura ilustrada, que, si se rebusca, existe- se ha sumado al llanto y al reconocimiento. José Ramón Chaves, en su blog de la Justicia.com, también se manifestó rendido ante su obra escrita

fue el jurista que me enseñó que el Rey del Derecho está desnudo, que el sistema de leyes y sentencias es mejorable, y que el mundo feliz de los libros no es el mundo terrenal cotidiano de los tribunales

y ante su personalidad:

“Un modelo a seguir, alguien que sabía de todo, y sabía decirlo con gracia y rigor, que avivó los corazones y la mente de quienes aprendimos con su obra a comprender que el Derecho es un Everest difícil de comprender sin esfuerzo y perdiendo jirones de piel y confianza”.

Agustín García, “España en astillas”, en OK Diario, confiesa con pena no haberlo conocido personalmente pero reproduce varias frases literales de su obra escrita y en particular de la recopilación de textos de hace más de treinta años que se recogieron en un libro con ese título. También hace mención a las declaraciones del maestro en El mundo el 5 de marzo de 2021, denunciando, al modo de un Aristóteles redivivo, que, como forma de Gobierno, la democracia ha degenerado en su propia caricatura, la partitocracia.

Y eso por no hablar, de nuevo en ABC, del espléndido y emotivo artículo de Eligio Hernández, su alumno de La Laguna (“Alejandro Nieto, un humanista, maestro del derecho”) y sobre todo de la Tercera de ayer domingo día 8, firmada por el mismísimo Santiago Muñoz Machado, Director de la Real Academia Española, con el título “Alejandro Nieto” y poniendo de relieve sus atributos de visionario, casi una Casandra:

“(…) un adelantado en el método y la orientación de los estudios porque aborda, con cuarenta años de antelación, los problemas del Estado de Derecho que más preocupen en la actualidad”.

Muy buen punto: en este desdichado 2023, denostar a los políticos es algo que hacemos todos, casi una cláusula de estilo en cualquier discurso que pretenda merecer un mínimo de credibilidad. Pero en 1984, cuando se publicó “La organización del desgobierno” -toda una denuncia de un sistema institucional que entonces estaba idealizado-, a Alejandro se le tildó de exagerado: lo suyo vendría a ser puro vitriolo. Es lo que siempre les sucede a los que llevan razón antes de tiempo. Dentro de los hijos de la diosa Clío, los mejores: los que, además del retrovisor, tienen las cualidades de los oráculos, como Tiresias.

 

Los testimonios de reconocimiento no se quedan en España.

La Asociación Venezolana de Derecho Administrativo tiene una publicación digital, Aveda Aula virtual, donde José Ignacio Hernández G., hoy investigador en la Harvard Kennedy School, relata sus vivencias como doctorando en la Complutense en 1999, hace casi veinticinco años: “En recuerdo de Alejandro Nieto (a propósito de la motivación del acto administrativo)”. Y recuerda que tuvo que presentar un trabajo ante un Tribunal presidido por Alejandro, lo que le generaba un temor reverencial:

“El profesor Nieto era ya, entonces, toda una leyenda del Derecho Administrativo, no sólo por su destacada y rigurosa obra académica, sino, además -y quizás, de manera especialmente irreverente y provocador”, supuesto “su agudo sentido crítico, en especial, frente a algunos dogmas que, cómodamente posicionados, impiden valorar el derecho administrativo más allá de las apariencias”.

Eso, en cuanto a los trabajos con sustancia, porque además los ha habido de los que responden a la noción técnica de laudatio pro forma, limitándose a recoger datos tan poco expresivos (y tan notorios: figuran en el Registro de Personal de cualquier empleado público) como que a lo largo de su carrera fue profesor en tal o cual Universidad o -peor aún, si cabe- que reducen sus pasos en la tierra al tránsito, entre 1980 y 1983 (hace cuarenta años, por tanto), por una función tan anodina como la Presidencia del Consejo Superior de Instituciones Científicas. Puede haber gente para quien los carguillos representen la culminación de su existencia, porque no tienen otros méritos -personas de vida amarillenta, vamos a llamarles así-, pero desde luego no fue el caso de nuestro homenajeado, que, si acaso no hubiese desempeñado jamás esa tarea, seguiría siendo del todo acreedor a un aplauso: el mismo aplauso.

Los testimonios pudieran seguir casi hasta la saciedad, pero no se trata de reproducir opiniones de terceros, de uno y otro lado del Atlántico (donde, por cierto, la República Dominicana ocupa un lugar propio), sino de ayudar al lector de este artículo a situarse ante lo que pudiésemos llamar

el contexto de Alejandro Nieto.

Dicho en términos cervantinos, su sazón. Y ello en tres concretos extremos.

Primero, lo que fue la Valladolid del quinquenio 1957-1962, a donde llegó de Catedrático un joven que con el tiempo llegaría a ser Eduardo García de Enterría. Allí coincidió con funcionarios como Ramón Martín Mateo (nacido en 1928) o el propio Alejandro (1930) y con estudiantes como Tomás Ramón Fernández (1941). Visto lo que ha sucedido después, aquello -la tierra y la época, sí, de Miguel Delibes y Francisco Umbral- debió ser como la Jena de comienzos del siglo XIX, con Hegel, Fichte, Schlling y los hermanos Schlegel: un auténtico parnaso. Nieto se reveló luego como el menos ortodoxo de los discípulos, casi un apóstata: su libro “El arbitrio judicial” es, intelectualmente hablando, un verdadero ajuste de cuentas con la tesis de la unidad de solución justa -en el sentido de adecuada al orden de fuentes- y, yendo más arriba, con los presupuestos de la codificación (y, en última instancia, del racionalismo a la francesa, o sea, la Ilustración: bien lo estudió el inolvidado Enrique Gómez Arboleya. Y esa profundísima discrepancia se refleja, en términos de diálogo epistolar, con el propio Tomás Ramón Fernández en un libro con título inspirado en Albert Camus, El derecho y el revés, cuya lectura constituye no sólo una obligación moral para cualquiera de nuestro oficio sino también una auténtica gozada y de las más intensas. Pues bien, creo no equivocarme si afirmo que sólo en un ambiente tan libre como el creado por Don Eduardo -persona de una generosidad intelectual literalmente ilimitada- pudo haber germinado un disidente del calibre de nuestro igualmente respetado Alejandro Nieto, dicho sea en homenaje a los dos. Y, si sumamos a Tomás Ramón Fernández -el ortodoxo, si seguimos con las palabras de los siglos XV y XVI, las de Hus, Lutero y Calvino: las de, puestos a fijarnos en la ciudad del Pisuerga, “El hereje” del libro de Delibes-, a los tres. España arrastra una fama espantosa de intolerancia, nuestra proverbial leyenda negra, pero no acierto a ver en el panorama europeo de mi asignatura un ejemplo parecido de tanta libertad dentro de eso que se conoce como una Escuela.

Y una puntualización adicional: la crudeza de las expresiones de Alejandro, a veces incluso hasta el grado de lo áspero (lo que se dice llamar al pan pan y al vino vino), era del todo compatible con la exquisitez en los modos, como es propio de la sobriedad castellana: por directo que resultase su mensaje, él era lo menos parecido a un energúmeno.

Lo segundo a referir es ya el presente, o al menos un pasado mucho menos remoto, el grupo de profesores que, hasta hace muy poco, nos veníamos reuniendo en torno a Nieto -en la Complutense, pero también en Tariego de Cerrato y en otros lugares: y si no llegamos a reunirnos en la Seo de Urgell fue sólo por falta de ocasión- y que llamábamos “seminario” (de ahí el calificativo de “seminaristas”), grupo en el que, como es obvio, ya han sido y son muy importantes las mujeres: amén de Carmen Chinchilla (y de la ya citada Silvia del Saz) hay que poner sobre la mesa los nombres de Margarita Beladiez, Susana de la Sierra y la otra Carmen, Plaza. Uno de nosotros se prestaba rotatoriamente al papelón de preparar una ponencia sobre algo -una sentencia, las más de las veces-, sabiendo que a continuación se le iba a despellejar hasta la carne viva, y no por el propio Alejandro, que se reservaba la palabra final -siempre o casi siempre, en efecto, de desaprobación, aunque, eso sí, con palabras nada agresivas-. Me limito a transcribir las palabras de Julio González, otro de la pandilla:

“El secreto es sencillo: los estudios y análisis se someten a debate y del debate aprendemos todos. El diálogo, la discrepancia y el reconocimiento de la crítica siempre fue un valor para Alejandro. Hoy todos los que participamos en (el seminario) (…) tenemos un sentimiento de orfandad y tristeza”.

Un sentimiento, además, acentuado por el momento nada brillante que estamos sufriendo (no sólo en España, aunque aquí tengamos hechos diferenciales que agravan las cosas) desde el punto de vista de la educación promedio, por así decir. Teóricamente hay pocos analfabetos pero la ignorancia -el desconocimiento- está cada vez más extendida, incluso entre quienes dicen ser profesionales de tal o cual oficio. Muchos de ellos exhiben una ignorancia de esas que Borges calificaba de puntillosa: gente que no sabe nada de nada. Una ignorancia verdaderamente concienzuda. Cuando se nos va alguien como Alejandro tiene uno la sensación de que no hay nadie que pueda venir a reemplazarlo: lo propio del fin de una era. La decadencia de Occidente, dicho en términos apocalípticos.

Tercera y última cosa: ¿en quien podemos pensar como modelos de Nieto, o sea, espejos en los que (dentro lo de lo singularísimo que era: lo que los alemanes llaman einmalig) pudiera haberse mirado para terminar siendo quien fue? El ejercicio me lo planteé hace tres años en estas mismas páginas (“Alejandro Nieto cumple 90”, 8 de octubre de 2020) y ahora hay que volver a él para profundizar, lo que exige, dicho sea de paso, salir del planeta de nosotros, los juristas.

Cabe pensar, por supuesto, en un Quevedo, el fundador de la dinastía (“Miré los muros de la patria mía; si un tiempo firmes, hoy desmoronados”), aunque debiéndose puntualizar que para Nieto nuestros muros no fueron nunca lo que se dice firmes. O en un Vélez de Guevara, el que dio vida a ese diablo cojuelo que iba levantando los tejados de las casas para fijarse en las vergüenzas que se emboscaban dentro de ellas. O, ya varios siglos después del barroco, en un Larra (“Vuelva usted mañana”, la exposición de la inoperancia de las oficinas públicas, formulada en 1833 pero viva casi dos siglos más tarde, cuando proliferan las discotecas sin licencia y arden pasto de las llamas sin que nadie les haya obligado a cerrar: lo de Murcia es todo un símbolo) o en un Galdós, cuya capacidad de observación era la propia de un sociólogo y un psicólogo -una combinación inusual y maravillosa- de primer orden: las obras de Alejandro sobre la Administración española de su tiempo no se entienden sin el retrato, ciertamente despiadado, que en los Episodios Nacionales hizo don Benito sobre la cosa pública en las épocas de Isabel II, el sexenio revolucionario y la restauración. Y, si lo que buscamos es un hombre libre de verdad, sin autocensuras, la referencia a Francisco Ayala resulta de justicia.

Si damos un paso más y nos salimos de la literatura, de nuestro hombre podemos apreciar un parentesco con un Fernando Fernán Gómez, acerca de cuya bien ganada fama de cascarrabias, aguafiestas y Pepito Grillo (si hubiese sido granadino, la palabra a emplear habría sido otra, la que, con alcance más rotundo, encarna el genius loci de la ciudad del Genil, característica por cierto que Ayala atesoraba y supo mantener con toda dignidad pese a su larguísimo exilio) debiera precisarse que únicamente se trataba de una persona de carácter: no de mal carácter, sino sólo de carácter, o sea, nada dado a transigir con la imbecilidad por muy extendida que se encuentre. Puestos a pensar en otros nombres, terminaríamos llegando a un Luis García Berlanga (o su guionista: Azcona, porque ambos acabaron siendo casi indisociables), en cuyos crueles retratos (había que oír o ver al valenciano: se ponía a rodar una escena y en pocos segundos la criatura no había dejado títere con cabeza) anidaba al final un punto, sí, de ternura.

Argumentos hay en efecto para que, en la trazabilidad de Alejandro, o sea, su estirpe intelectual, podemos encontrar restos del ADN de todos ellos. Y también, más incluso que en cualquiera de ellos, de Ramón María del Valle Inclán: el esperpento -el callejón del gato- sólo puede ser descrito con esa precisión por quien sabe recrearse en los aspectos más grotescos, que siempre los hay, de las organizaciones o, más ampliamente, la vida social en su conjunto. Para retratarlo hay que valer, empezando por tener una pluma virtuosa. Hay cosas que o se traen de fábrica o uno no aprenderá jamás.

Pero en la búsqueda de un ADN tan privativo (y privilegiado: einmailig pero por supuesto para bien) con quien se acaba uno dando de bruces es con Pío Baroja: palabras mayores. Y es que Alejandro -términos textuales de Sosa Wagner- “gastó durante muchos años boina. No una boina cualquiera, sino una boina barojiana. Era gran admirador de don Pío, leía con delectación los tomos de sus Memorias, y le gustaba componerse con el atrezzo que le acercara a él. Con la mala leche del escritor vasco es obligado emparentar a Nieto, un respondón como fue Baroja, indócil y provocador”. Habrá quien esgrima que la txapela es cosa no idéntica a la boina, en cuanto algo más ancha de vuelo. Pero son ganas de discutir por discutir: a Francisco le asiste la razón, porque Alejandro, como Pío, era de los pocos que despreciaba la autocensura y los dictados de la corrección política. “Testimonios de un jurista” o “El mundo visto a los noventa años” se habrían podido perfectamente llamar “Desde la última vuelta del camino”, dicho sea sin desdoro para ninguna de las dos.

Un lujo para los administrativistas españoles haberlo contado entre nosotros: Enterría -el Enterría de Valladolid, en concreto- tenía, la mayoría de las veces, buen ojo para los fichajes. Y, ya hablando a título personal, un lujazo para mí haberlo tenido tan cerca durante muchísimos años. Un auténtico honor.