(ES) Germán Fernández Farreres, para o Diário ABC: “La ley de nuestro tiempo”

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Desde hace ya unos cuantos años, la ley presenta, cada vez con más frecuencia, características distintas -incluso, en no pocas ocasiones, antagónicas- a las que, según el concepto clásico, ha de reunir para poder ser reconocida como tal.

La ley como norma superior del ordenamiento jurídico, que todo lo puede -de ahí su supremacía e imperio-, de carácter abstracto y general -al servicio de garantizar la igualdad-, que dota al mismo de certeza y seguridad jurídica, y que sólo a los representantes del pueblo corresponde dictar -«poniendo así a la ley por encima del hombre», por utilizar ahora la formulación roussoniana-, se está resquebrajando a marchas forzadas. Esa clásica concepción aún se mantiene en pie, sobre todo en los textos jurídicos que explican su significado y la función que cumple como pieza básica del Estado democrático de derecho. Pero la práctica cada vez más se desliza por otros derroteros. Las descripciones de lo que realmente son en la actualidad muchas leyes -y no sólo entre nosotros- resulta del todo elocuente.

Hace ya quince años, Luciano Vandelli nos ilustró con una singular categorización de los diversos tipos de leyes tomando como referencia la experiencia italiana. Se sirvió para ello de conceptos propios de otras disciplinas, en especial de la psiquiatría, lo que le llevó a calificarlas como leyes ‘ciclotímicas’, leyes ‘autistas’, leyes ‘esquizofrénicas’, leyes ‘obsesivas’, leyes ‘anoréxicas’, leyes ‘placebo’, y algunas otras más. Una categorización de leyes, también frecuentes en nuestro ordenamiento, que conviene no desconocer o silenciar. Igualmente se viene insistiendo repetidamente en la creciente banalidad y en la incoherencia de tantas leyes, cuando no en su instrumentalización como medio de propaganda política y de mera simulación. De manera que la teoría general de la ley, la depuración conceptual de los diversos tipos de leyes -orgánicas, ordinarias, básicas y de desarrollo o complementarias, decretos leyes y decretos legislativos, etcétera-, o las técnicas al servicio de la debida articulación de ese profuso conjunto normativo, por poner unos pocos ejemplos de los muchos que, sobre todo a profesores, pero también a jueces y tribunales y a quienes ante ellos actúan, tanto preocupan y ocupan, sólo depara una visión parcial y limitada de lo que en la actualidad es la ley y de los problemas que arrastra.

La transformación de la ley responde a diversas causas. Desde luego, no pocas son fruto sin más de indebidas prácticas, crecientemente desdeñosas con todo lo jurídico -con las reglas de juego establecidas, en suma-, que anteponen intereses políticos cortoplacistas o, más aun, espurios entendimientos de una ‘legitimación democrática’ -equivalente sin más a ganar unas elecciones-, a cualesquiera otras exigencias, incluidas las de la razón.

Ante estas prácticas, tal vez se apele a que queda la defensa de los tribunales. Pero son un valladar limitado y frágil. Limitado y frágil porque cuando la acción político-legislativa se desvía por las razones dichas de los mandatos y límites constitucionales sin que ello tenga consecuencia política alguna, también se corre el serio riesgo de que, más pronto que tarde, las descalificaciones judiciales de esas desviaciones se lleguen a relativizar de tal modo que terminen por considerarse intrascendentes, simplemente irrelevantes. Y con ello, claro es, que lo termine siendo la propia función de la Justicia. Al final, si el ‘riesgo’ de una reprobación jurídica se infravalora y supedita al ‘interés’ partidista del momento y, con ello, la política se sobrepone al derecho -máxime si se sabe que ninguna trascendencia tendrá la ulterior declaración de inconstitucionalidad o de ilegalidad de la correspondiente norma-, sólo el desalojo de esa abominable ‘cultura política’ podrá poner remedio a la degradación de la ley y, en general, del sistema normativo. La ley que gobierna a los hombres es a la postre obra de ellos mismos, y, por tanto, sólo sus propias acciones pueden poner coto a su deterioro y al de la democracia misma.

Pero no basta con quedarse en la patología. Los cambios que la ley está experimentando no sólo se deben a la praxis política que se ha impuesto. También traen causa de otros fenómenos. No hay lugar ahora, desde luego, a intentar siquiera una mera enumeración de cuáles son y, menos aún, a pretender apuntar cuáles deberían ser los reajustes de la ley a los deberían llevar. Pero sí destacaré uno que, a mi juicio, ocupa un lugar principal. Se trata del imponente ‘quantum’ normativo que genera el actual Estado ‘regulador’ debido a que las actuales sociedades reclaman cada vez más seguridad, menores riesgos, más garantías y más derechos también. Y todo ello, como es natural, exige poner en circulación normas y más normas. Sólo así se explica que la normatividad esté cada vez más presente en nuestra vida; tanto que lo preside todo, hasta lo más nimio. La fruición normativa que nos inunda ha acampado y se ha instalado en la conciencia social de tal manera que ni siquiera las posiciones más liberales -no intervencionistas- que así se autoproclaman, logran escapar a la contradicción. Los datos son concluyentes y al alcance de todos están.

Pues bien, ¿puede el Parlamento digerir la ingente tarea legislativa que se le reclama? ¿Acaso cabe esperar que la ley pueda dar cumplida satisfacción a las necesidades normativas del Estado actual? ¿No habrá que repensar el papel y la función que le corresponde ante esa riada normativa que todo lo inunda? Me aventuraré a responder. Es imposible seguir manteniendo que toda regulación ha de provenir de la ley en sentido estricto y que, por tanto, el Parlamento siempre ha de intervenir.

El recurso a reinterpretaciones que tratan de salvar la clásica configuración de la ley son intentos de mantener en pie una construcción teórica y conceptual que no permite ya explicar lo que sucede, ni posibilita dar respuesta coherente a las nuevas demandas. Por eso, y entre otras posibles cuestiones, los postulados de la reserva de ley sin límite alguno y, por consiguiente, el carácter residual del poder normativo gubernamental -en fin, el afán de confiarlo todo a la regulación por medio de ley-, requieren ser revisados. Hay que reconsiderar, en definitiva, el alcance y extensión del ejercicio de la potestad legislativa antes que seguir manteniendo que todo está bajo el dominio de la ley. La inflación legislativa, al insistirse en que todo debe pasar por el Parlamento, termina coadyuvando a la propia degradación de la ley. Y todo ello sin perjuicio de que la ley no siempre aporta mayores garantías, ni siquiera mayor legitimidad a las correspondientes regulaciones. La legitimidad de origen es necesaria, pero no basta.

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Germán Fernández Farreres es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid

Texto originalmente publicado no Diário ABC, em 01/12/2021

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